lunes, 14 de octubre de 2013

VI LLOVER


 “Esta tarde vi llover, vi gente correr… y no estabas tú…”.

Esa tonadilla de la conocida canción de hace unas décadas, le había llamado la atención siempre. Se imaginaba los sentimientos de esa situación, duros, afilados, impotentes. Aunque jamás pudo pensar que esos mismos pensamientos  serían de su propiedad algún día. Y, aún, reticente a creerlo, ese día, oscuro y gris, había llegado.

Llovía, allí afuera. Pero al mismo tiempo llovía dentro también. Lo que sentía en esos momentos, después de largos días de silencios y de callados gritos contenidos, comenzaba a desbordar por todos y  cada uno de los poros de su piel. Su aguante, sereno y fuerte, en un principio, su muralla, su coraza, aquella que la mantenía a salvo de todo, se rompía, en cuestión de segundos. Se sorprendió mirándola, hecha añicos en el suelo de la habitación, mojándose sin líquido alguno, por el reflejo de las gotas de lluvia en el cristal de la ventana.

Se convirtió en vulnerabilidad pura, en deseo imperioso, tantas horas le había echado de menos y se acumulaban en un único instante, ese mismo instante. Lo que su cuerpo le anhelaba era el contacto, ya no un simple recuerdo, ya no unas palabras al oído. Necesitaba su piel, su tacto, su olor, sus labios.

Presa de la desesperación, dejó de mirar por la ventana, volvió la cabeza, hacia el interior de la habitación. Allí estaba la cama. Lugar donde tantas veces habían pasado largas horas. Muda cómplice de tantos sentimientos, deseos, placeres y pasiones. Ahora, vacía, inerte, sola. Le suplicaba un instante más, un momento más, un episodio más.

Como movida por un resorte invisible, se dirigió hacia ella. Y, lentamente, como si su vida dependiera de ello, se sentó, despacio, en cámara lenta, como sintiendo cada uno de sus movimientos.

Se recostó, también muy despacio. El techo, en la penumbra, reflejaba sombras dantescas de la lluvia en la ventana.

Progresivamente se abandonó a la imaginación. Dejó de estar sola en la cama. Allí estaba él, por última vez. Con su torso desnudo, la observaba mientras con sus manos recorría todo el contorno de su cuerpo, lenta y parsimoniosamente, apenas rozando su piel con la yema de los dedos, deteniéndose en algunos tramos, describiendo círculos concéntricos, para luego, tras unos instantes, reanudar su trayectoria hacia el otro extremo.

Su respiración empezó a entrecortarse. Evidentemente, el contacto con su mano no pasaba inadvertido, y la inquietud provocó el placer, y luego el deseo.

Los preliminares dieron paso a temas profundos y se sorprendió desnuda, encima de las sábanas, junto a él, desnudo su cuerpo también, abrazados hasta lo imposible, unidos en extremo, sintiéndose palmo a palmo, centímetro a centímetro, sin dejar un hueco entre piel y piel. Sentía su calor, su respiración, su excitación, su sentir. Sus manos, envolviendo su cuerpo le proporcionaban la seguridad y el calor necesario para experimentar una paz inmensa. Paz que contrastaba en desmedida con la exaltación de todos los sentidos, con la entrega sin límite, sin medida, sin final.

Permaneció en ese estado durante largo rato, en éxtasis.

Al cabo de quién sabe cuánto, volvió a la realidad. Se sintió plena, pero la fría y cruda realidad le devolvió una cama vacía, gélida. Abrazada a la almohada, aún se atrevió a permanecer unos minutos más, como para intentar incrustar aquellos instantes vividos en su mente, grabarlos en piedra, cicatrizarlos en su piel.

Después se incorporó y se dirigió a la ventana de nuevo. Seguía lloviendo fuera. Seguía lloviendo dentro. Aún así, se consoló pensando que, aunque fue en su imaginación, le había vuelto a tener, a vivir, a sentir. Y, mirando hacia el exterior, sin ver,  retornó a la mente, de nuevo, la tonadilla de aquella canción….