Estaba petrificada. Todavía era incapaz de moverse, de articular un solo dedo. Además, de poder hacerlo tampoco hubiese sido capaz de llevarlo a cabo, dado que la cuerda que le sujetaba las muñecas, se le incrustaba en la carne, cortándole parcialmente la circulación, y notaba sus dedos fríos y acartonados. Pero en ese momento no era lo que más le preocupaba. Y tampoco le molestaba demasiado, o más bien, apenas apreciaba el pañuelo que le amordazaba la boca. Recordó que ese pañuelo se lo había regalado su nieta, hacía ya casi un año, para su cumpleaños. Era un pañuelo muy bonito, de un suave color malva, adornado con unas insignificantes florecillas de un rojo intenso. Se acordó de aquel día como uno de los más felices en los últimos años. Hacía ya un tiempo que no disfrutaba del día a día, desde el fatídico momento en que perdió al hombre de su vida. Desde entonces, las pocas alegrías de su existencia se las proporcionaba su nietecita, aquella pequeña de sonrosadas mejillas que se desvivía por ella.
Ese bonito pañuelo, ahora le vedaba la posibilidad de emitir sonido alguno, de pedir socorro, de avisar a quien fuese, que alguien estaba allí, invadiendo su casa.
En la oscuridad de aquel viejo armario, se entremezclaba el hormigueo de sus extremidades, la hinchazón de sus labios ante la presión de la mordaza y aquel penetrante olor a naftalina, que maldijo un sinfín de veces porque le estaba provocando alucinaciones.
Aguzó el oído. Su agresor debía estar registrando la habitación. Todavía no se explicaba cómo no le había hecho nada a ella. Simplemente la asustó de aquella manera tan altanera y, después de inmovilizarla, la encerró en el armario. Pensó que no era normal. Y, de repente, lo vio todo claro.
Notó cómo la sangre le ascendía a la cara, y un calor abrasador se desprendió de todos sus poros al mismo tiempo que el corazón le martilleaba a cien por hora.
No quería nada de ella. No era su objetivo. Sólo la había quitado del medio, para dejar el camino libre.
Su nieta vendría a visitarla, como todos los días, y él estaría esperándola, al acecho, escondido para saltar sobre su presa.
¿Qué podía hacer? Miles de pensamientos se arremolinaron en su cabeza. Pero no podía salvarla. Apenas podía moverse entre la ropa del armario. Sus rodillas le dolían y empezaba a tomar conciencia de lo apretada que estaba la cuerda de sus muñecas y el pañuelo de su boca. Además, los años le cobraban factura y no era tan joven como para iniciar un asalto aventurero y abrirse a lo incierto.
Repentinamente oyó la llamada a la puerta. Todo había acabado. Era el fin.
Con voz débil y achacosa, sorprendentemente muy similar a la suya, alguien contestó desde el interior.
-Pasa, bonita, está abierto.
Oyó como la puerta se abrió y una voz angelical dijo:
-Hola abuelita, te he traído el pastel de manzana que tanto te gusta. Mamá lo ha hecho esta mañana. Y unos bollos de miel y almendras, de los que te encantan.
-Gracias Caperucita. Ven, acércate un poco que te vea mejor. Hoy no me encontraba muy bien y me he quedado en cama.
………..
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