Las 20:30. Volvía de mi
jornada de trabajo, como todos los días. Y como todos los días, me encontraba
esperando el autobús en la parada. Lloviznaba, pero gracias a la marquesina, al
menos no llegaría empapada a casa. Afortunadamente, el número de personas que
esperaban allí mismo era mínimo.
Frente a mí, circulaban
gran cantidad de vehículos, pero ninguno de ellos era el autobús que yo
esperaba.
Al cabo de unos diez
minutos, y tras dejar pasar los amarillos, los verdes y los azules, por fin,
uno rojo se aproximó hasta mi parada y tras comprobar que era el mío, se detuvo
al hacerle la señal.
Al abrirse las puertas
automáticas delanteras, las de entrada, apareció ante mí un conductor un tanto
extraño. Vestía con el uniforme habitual, camisa blanca a rayas rojas y
pantalón gris, pero su aspecto no se correspondía al de un conductor de
autobús. Llevaba el pelo a rastas, en mechones electrizados. Me recordó una
fregona usada.
Sus ojos estaban vedados
por gafas oscuras, al estilo John Lennon , y la boca, dejaba entrever unos
dientes bastante desiguales y de un color ocre. No era muy agradable, pero yo
tenía prisa por llegar a casa y no estaba dispuesta a esperar al siguiente
autobús.
Cuando subí y miré al
interior, me percaté que iba lleno. Todos los asientos estaban ocupados,
excepto uno, precisamente el que circulaba de espaldas. Por suerte, me gustaba
ese asiento.
Después de saludar
educadamente al estrafalario conductor, que me correspondió con una sonrisa,
mostrándome aún más sus amarillentos dientes, pasé la tarjeta y ocupé el
asiento libre.
El autobús reanudó su
marcha. Me esperaban unos veinticinco minutos, si todo iba bien, hasta la
parada, a dos calles de mi casa, así que apoyé la cabeza en el cristal y me
dispuse a dejar pasar el tiempo.
Durante no más de un par
de segundos, descansé mis párpados, y al volver a abrirlos, me encontré en un
vagón de una montaña rusa, a toda velocidad. No daba crédito a aquello, pero
era tan real que intenté darme la vuelta en el asiento, ya que iba de espaldas.
Cuando lo conseguí, miré a mi alrededor, en la medida que la fuerza del aire me
lo permitía. Todos los pasajeros gritaban, aunque no de pánico, todo lo
contrario, estaban disfrutando de lo lindo. Los había con los brazos en alto,
dejando escapar un fenomenal aullido, y otros, simplemente con una sonrisa de
oreja a oreja.
No entendía qué estaba
sucediendo. Me incliné para cerciorarme de que aquel peculiar conductor seguía
allí delante, y, efectivamente, así era. Volvió su cara para mirarme, se bajó
las gafas con su mano derecha, mostrándome unos ojos enormes y azules, y me
hizo un sarcástico guiño.
El vagón ascendía sin
cesar, hasta que llegó al punto más alto. Se detuvo. Y dio comienzo la bajada,
casi vertical. Noté cómo me despegaba del asiento, únicamente me sostenía con
las manos en la barra del respaldo. Sudaba, y las manos empezaron a resbalar.
La velocidad era extrema. No podía sujetarme. Los brazos me dolían y sentía
punzadas en los dedos, que cada vez se agarraban más débilmente a la barra.
Y seguíamos cayendo,
hasta, que , de repente, dejé de notar el hierro bajo mis manos. Volaba. Caía.
Quise gritar, pero no emití sonido alguno. La fuerza del aire empujaba mis
gritos de nuevo al interior.
Conseguí ver al conductor que, sonriendo
maliciosamente, me susurraba: “Ya estamos…, ya estamos…”. Pero yo seguía
elevándome por encima de todos. No quise mirar. Mi caída era inminente.
Cuando reaccioné, volvía
a estar en el autobús. El conductor estaba a mi lado. Todos me observaban.
-Ya estamos. Ésta es tu
parada.
Efectivamente, lo era.
Estaba en casa. Me levanté y apenas murmuré unas palabras de agradecimiento.
Una vez en la calle, volví mi mirada perpleja hacia el autobús, que ya cerraba
las puertas. Allí sentado, el conductor me miraba burlonamente, se bajó las
gafas otra vez y , dejándome ver aquellos enormes ojos, me hizo de nuevo un
guiño. Luego, puso en marcha el autobús y continuó su ruta.
Miré mi reloj. Las 20:30.
La misma hora .Ni un solo minuto más. ¿Realmente me sucedió todo aquello?
Con esa gran duda y
notándome aún el corazón exaltado me encaminé hacia casa. Decidí no volver a
pensar en ello.
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