domingo, 17 de enero de 2016

EMANACIONES BALSÁMICAS


Le ocurrió sin previo aviso. De un día para otro su olfato cambió. Empezó a darle forma, color, dimensión y textura a todo aquello que se le introducía por los dos orificios.

En unos pocos días pasó de tener un simple y parco olfato, consecuencia de un catarro, a poseer la llave de todos los aromas.

Se le antojó que quizás había dado comienzo la terrible transformación en Jean-Baptiste Grenouille, en busca perpetua por calles y callejones de París del aroma perfecto, para hacerlo suyo, poseerlo, convertirlo en el tesoro de Gollum… ¿El aroma que gobernaría a todos?

Definitivamente, ¿empezaba a perder la cabeza?

Pero no era así. Y mucho menos se encontraba en París.

La pituitaria se había sensibilizado de tal modo que incluso había conectado estrechamente con aquella parte del cerebro que se dedicaba sin remuneración a lo que algunos han perdido ya y otros tienen en exceso. Lo que comúnmente recibe el nombre de imaginación.

Pero la transformación continuó en aumento. Aparte de visualizar parajes remotos, lugares sin descubrir y paisajes sin nombre, su apéndice empezó a dar notas de color a las personas, según el perfume, colonia o ungüento que se había aplicado aquella mañana.

Así, distinguía entre los perfumes fuertes de almizcle, algalia , mirra, resina de terebinto, típicos de los hombres que buscaban destacar, que marcaban territorio de conquistas profesionales; olor de cuero e inflexiones florales para aquellos que intentaban seducir; pachuli para embriagar, y las fragancias leves, simples de llevar, de perfumes afrutados, tranquilizantes, de vuelta a la infancia, demostrando frescura y dinamismo. Diferentes tipos y caracteres, distintos enfoques y ambiciones simple y llanamente definidos por un extracto bienoliente. Le resultaba tremendamente fácil de diferenciar, hecho que nunca hubiese imaginado algunos días antes.

Identificaba del mismo modo un perfume de alta costura, típico de aquellos que pretendían singularizarse, frente al amor por la dulzura del gusto y el olor, materializándose en aromas de vainilla, caramelo y leche.

Aprendía a valorar el ensalzamiento de la mujer en aquellas fragancias con carácter, mujeres sofisticadas y provocadoras, naturales y románticas, que expresaban su estado de ánimo y sus directrices en la vida con un simple conjunto de aromas que armonizaban grácilmente con su manera de vestir, de actuar, de comunicarse, revelando en todo momento su estilo de vida, frente a otras que rechazaban el perfume y se contentaban con aguas frescas, en su afán de suavidad y pureza, desenvolviéndose en una elegancia discreta que, en cierta manera seducía en gran medida.

Poiret, Chanel, Worth, Versace,  Lanvin, Dior, Patou… una retahíla de los grandes en aromas que, en la ignorancia y el anonimato de su mente se paseaban sin quererlo, provocándole sensaciones allá dónde pisaba.

Se volvió un erudito en olores, en aromas, en fragancias. Reconocía sin un atisbo de duda todo tipo de exaltaciones balsámicas, no había esencia que se escapase a su sofisticado apéndice, hasta el punto de que un par de sus otros sentidos,  vista y gusto, dejaron de tener importancia para él.

No tenía la necesidad de utilizar sus ojos, no precisaba de la vista para determinar lo que tenía delante, únicamente tenía que inspirar levemente para materializar, visualizar, representar y personificar lo que frente a él deambulaba.

Tampoco necesitaba el gusto, ni  siquiera alimentarse, le bastaba con los variados efluvios. La diversidad de emanaciones que a su alrededor ampliamente correteaban, eran sobrado sustento  para su cada vez más consumido cuerpo, nada proporcionado con su actual nariz.

Poco a poco su frecuencia de consumición de alimento fue disminuyendo, hasta llegar a ser nula. Al no sentir esa necesidad, resultaba una tarea bastante inútil engullir comida, y esto hizo que cada vez estuviese más débil, más endeble, más enfermizo.

El color de su piel cambió, se tornó, gris blanquecino, arrugado, marchito, estropeado y empezó a manifestar los lógicos efectos de la falta de alimentos en su cuerpo.

A pesar de esto, mantuvo su entusiasmo en la absorción de aromas, de fragancias. Perfeccionó su percepción de tal manera que al cabo de unos pocos días, la belleza de los aromas que absorbía, dejó su paso a un hedor putrefacto. El poder y la exaltación de los perfumes se veían superados por una persistente fetidez. Efluvios hediondos y pestilentes se convirtieron en un constante bajo su nariz.

No lograba comprender la razón por la cual los bellos olores habían desaparecido y ahora tomaban forma aquellos otros vahos tan desagradables y corruptos. Hasta que en un par de días, lo descubrió. Se percató que la proximidad de la hediondez. Para su sorpresa, el tufo fétido e inmundo provenía de él mismo, de su cuerpo, de su ser.

Se había ensimismado en tal medida en sobrevivir con los olores con los que topaba que no había tenido en cuenta que el cuerpo no se mantiene de perfume. Y la carne sucumbió, terminó, tocó a su fin y dio lugar al fenómeno natural de descomponerse. En unos minutos, cuerpo y mente acabaron.

Lo que nunca se supo fue, cómo su nariz, su apéndice olfativo, estaba en perfecto estado, como si estuviese viva, mientras que el resto de su cuerpo mostraba signos de haber fallecido hacía ya semanas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario