Cómo me gustan esas noches de frío, con la nieve acechando,
mientras el manto blanco cubre las colinas y los valles, mientras los ríos se
hielan y los árboles se tiñen de níveo tono. Cómo me gusta, frente a un
brillante fuego, sobre una mullida manta, en el suelo, recostarme y embelesarme
en todas y cada una de sus formas cambiantes, hipnotizarme con su chasquido,
ensimismarme con su luz, pensar en lo gélido del exterior y estremecerme aún
más al sentir el calor del interior. Dirigir la mirada a través del ventanal,
y, al mismo tiempo que el rubor enciende mis mejillas, imaginar el helor y
retarle, desafiante, a entrar y tomar asiento junto a mí, conociendo, a
sabiendas, su cobardía, y presumiendo de que todo lo que proporciona ese fuego
es mío y sólo mío.
Cómo me gustan esas noches estrelladas, diminutos luceros
salpicados aquí y allá, formando formas incontables, inimaginables, increíbles.
Suave brisa de estío que invita a protegerse los hombros mientras, fascinada
por sus luces, intento, en vano esfuerzo, conseguir una cifra exacta de su
número. Imaginar cuántas vidas puede haber en ese infinito, hechizarme y
seducirme el recuerdo de las múltiples leyendas que sobre esos soles se han
contado, también al calor de un buen fuego. Espíritus de reyes, almas de bellas
damas, energías de valerosos caballeros. Vislumbrar incluso un imperceptible
movimiento entre ellas en un inexistente intento de trasladarse a mi antojo
hacia un lugar u otro. Aletargarme mientras imagino aventuras entre los astros,
en una nave espacial, surcando galaxias y descubriendo planetas.
Cómo me gustan esos atardeceres en la playa, frente al agua,
mojándome ligeramente los pies, hasta los tobillos. Las olas yendo y viniendo,
sin fin, y la arena resbalando entre mis dedos, buscando de nuevo el camino al
mar. La vista, fija en el horizonte, distinguiendo distintas tonalidades de
verde azulado a azul verdoso, pasando por el gris y el añil. Contrastar el
anaranjado cielo con la tostada arena, ahora bailando con sombras y bailando
ese eterno tango con el azul manto en movimiento. Sentir la brisa sobre mi
piel, notar su caricia y estremecerme ante su conquista, dejarme provocar un
escalofrío por la columna, su dócil y mimoso halago sobre mi cara y el susurro
fusionado con el rompiente ante mis oídos.
Cómo me gustan los campos de verde hierba, salpicados por
las encarnadas amapolas. Inmensas extensiones de verdor donde tenderse con los
brazos extendidos, para así notar el suelo en todos los rincones del cuerpo.
Sentirme rodeada del pasto, y allá en lo alto ver las nubes en sus infinitas
formas paseando en pos del sol, que, más refulgente que nunca, se empeña en
darle brillo y color a lo que se postra ante él. Escuchar el penetrante zumbido
de las abejas y mariquitas, su ir y venir constante, al mismo tiempo que el
gorjeo incesante de los pajarillos. Cerrar los ojos, vedar a la vista y ver con
el resto de sentidos, imaginar, sentir, vivir las sensaciones.
Cómo me gusta la lluvia, a través de una ventana, contar
todas las gotas y verlas resbalar por los cristales, seguir su recorrido hasta
desvanecerse al unirse a otras muchas que inundan el vidrio. Abrir entonces la
ventana, cerrar los ojos y escuchar su música, constante repiqueteo en los
tejados, las hojas, la tierra, los charcos, incluso una gota contra otra. Respirar su aroma, olor a humedad, a limpio,
a puro, a tierra y a verde. Vislumbrar allá a lo lejos una luz, y convencerme
que es un relámpago, contar los segundos, como en aquella película, hasta
levantar los hombros al llegar el trueno y cerciorarme que, en realidad no
asusta, que es bello, que, a más potente, más demuestra su poder y su dominio
sobre la tierra, ahora inundada. Ver las burbujas que se forman en los charcos
e imaginar que soy yo quién las explota. Y volver a inspirar, y volver al
perfume a mojado.
Cómo me gusta respirar, sentir, oír, vivir…..
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