Pretendía tener una visión onírica, de su propia aventura. Esto requería bastante esfuerzo por su parte, ya que era complicado discernir los sentimientos y las sensaciones vistas exteriormente y experimentarlas, al mismo tiempo, internamente.
En una ocasión imaginó la escalada a un volcán, en inminente erupción. Se vio llegando al mismo borde del cráter, en el instante en que la tierra rugía y vomitaba todas sus entrañas. Obviamente, el magma cubrió su cuerpo y él se observó momento a momento, hasta quedar calcinado del todo. Le resultaba excitante esa sensación.
Esta extravagante costumbre, algo macabra en ocasiones, aumentó paulatinamente, según avanzaban los días, hasta tal punto que dejó de relacionarse con el mundo. Apenas dormía, apenas comía, apenas vivía.
Todo su tiempo lo dedicaba a ese estado de éxtasis, en el cual se evadía de todo lo terrenal.
La concentración y ensimismamiento era tal que, en algunas ocasiones, tuvo serios problemas para desconectar del sueño y volver a la realidad, con el agravante de sufrir la suerte de su “yo” protagonista.
Su gran aventura tuvo lugar en la nave espacial de unos extraterrestres, de quién sabe qué lejano planeta. Se vio en una camilla, tras haber sido objeto de una abducción. Envuelto en ropajes blancos, rodeado de paredes blancas, luces blancas, e incluso pequeños hombrecillos también blancos. Luchaba por desasirse de una especie de grilletes fotovoltaicos en muñecas, tobillos y cuello, que le mantenían inmóvil, mientras uno de aquellos seres, blandiendo un instrumento en una de sus cinco extremidades, a modo de pistola, le inyectaba algún tipo de chip localizador, inhibidor o estimulador, en el interior de su antebrazo izquierdo, dejándole una generosa marca rojiza de forma romboidal. Al mismo tiempo, subcutáneamente, se distinguía un mecanismo esférico, con una tenue luz intermitente de color violeta. El dolor que sintió al ser inoculado hizo que su yo exterior emitiese un grito del mismo calibre que el protagonista.
Llegado a este punto, como si de un ritual se tratase, decidía abandonar la aventura, mas le fue del todo imposible. Por más que intentó salirse del personaje, seguía tumbado en aquella camilla, luchando por desatarse y huir de allí.
De repente, aquellos alienígenas se pusieron nerviosos, corrían de un lado a otro. Las paredes de la nave comenzaron a agrietarse y en unos pocos segundos, explotó.
Sintió un dolor punzante en el pecho. Creyó que no saldría de aquello. Y, de pronto, en medio de aquel ruido ensordecedor, del fuego y el humo y los mil pedazos de la nave, se quedó todo en silencio.
Se sorprendió, sentado en el salón de su casa, sin rastro alguno de nave, extraterrestres ni explosión.
Se alegró de haber vuelto. Y empezó a plantearse el seguir con la práctica de esa extravagancia. Empezaba a ser peligroso, además de extremadamente real. Ahora lo sentía en su propia piel.
En estas cavilaciones estaba cuando notó un pinchazo en su brazo. Buscó la procedencia de ese dolor y descubrió, para su asombro una marca, rojiza, romboidal, en su antebrazo izquierdo. Además, por debajo de la piel se iluminaba una pequeña luz intermitente de color violeta.