El chirriar de la puerta le dio el agradable aviso de que el ritual daba comienzo. Sintió un desasosiego y un calor intenso difícil de describir. Pacientemente, observó cómo se despojaba de su ropa, hasta quedarse totalmente desnuda. La miró con calma, deleitándose en cada uno de sus detalles, en cada una de sus insinuantes curvas. Era bella, provocadora, perfecta.
Como cada noche, ella se acercó a él y le tocó. Y este simple hecho le provocó un estremecimiento. Y como cada noche él dio lo máximo, el todo por el todo, sobre el todo. Inició su recorrido, ya habitual, por el cuello, donde sabía que ofrecía gran placer, suave, despacio, rodeándolo por entero, abrazándolo en su totalidad, para proseguir su camino hacia el rostro, perfilando todos y cada uno de sus rincones, deteniéndose en los labios, carnosos y sensuales, unos segundos más, acompañando a sus delicados dedos. Sus ojos, sus mejillas, y volvió de nuevo al cuello, aunque esta vez de paso, cruzó el límite y se adentró en la locura de su pecho. Dulcemente rodeó sus senos, parsimoniosamente, centímetro a centímetro. Primero uno, luego el otro, y otra vez volvió al primero, que, supuestamente celoso se erguía llamando la atención descaradamente. Le consintió ese deseo.
Envolvió su torso al completo, recorriendo espalda, hombros y brazos, y , por enésima vez retornó a las cumbres y las acarició sin fin.
Tras esos instantes de placer, comenzó el descenso hacia lo más preciado. En comunión con sus níveas y delicadas manos, recorrió todo su paisaje, muy lentamente, descansando a la par que ella, en aquellos parajes que le causaban una sensación especial, el justo tiempo para hacerle incluso gemir. Cómo disfrutaba esos minutos…
Acarició la totalidad de su ser, incluso sentía la alucinación de haber penetrado en su interior, y, asimismo haberla mimado desde dentro.
Hasta que, de nuevo, como cada noche, llegó la arpía. Tibia, y al mismo tiempo fría y calculadora, con esos aires de superioridad y voluntad de finalizar todo, con el empeño incesable de deshacerse de él, de hacerle desaparecer. Afortunadamente sin vedarle la oportunidad de llevarse consigo el perfume de su musa, su aroma, su esencia.
Nuevamente, en una oleada, arrasó todo en su recorrido, su erótico devenir, que tocó a su fin, sin dejar huella alguna de su paso por el cuerpo de la diosa. Y desapareció contra su voluntad por el desagüe. El gel que todo lo tuvo, se extinguió, una noche más, a manos de la malévola agua, que le persiguió hasta erradicarlo, reinando una vez más sobre el cuerpo desnudo de la mujer, dominando el territorio que le había pertenecido por unos instantes.
Y, de nuevo, veinticuatro horas más para esperar, veinticuatro horas más…. Y sería suya otra vez.
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