Era el menor de seis
hermanos, cuatro chicos y dos chicas. Su infancia estuvo a rebosar de grandes
momentos, la visión del nuevo mundo, sus primeros pasos, los instantes en que
saciaba su hambre, el cariño y la dulzura de su madre, los juegos con sus
hermanos y hermanas, e incluso, la relación con su padre, aunque habría sido
siempre algo brusco con él.
Pero como en toda buena
familia, no todo eran momentos agradables, y cuando contaba unos tres meses,
sin previo aviso, fue separado de sus seres queridos y llevado a una nueva
casa, con nuevas normas y nuevos miembros a quién conocer.
En seguida notó que era
bien acogido, sobre todo por parte de aquel niño, de no más de diez años, que
le recibió con los brazos abiertos y le ofreció todo su cariño.
Así transcurrieron unos
años, llenos de júbilo. Acompañaba a su amo dondequiera que éste iba. Pero
últimamente éste no le prestaba demasiada atención. Algunas veces pensó que si
no hubiese sido porque él mismo le seguía, aquel niño, no tan niño ya, ni se hubiese
acordado de él. Aún así, le quería.
No comprendió cómo
aquella tarde, anunciando tormenta, le animaron a subir a la camioneta y le
condujeron a un lugar en medio de la nada. Primero pensó que,
sorprendentemente, querían jugar con él, ya que le lanzaron su pelota azul bien
lejos, para que fuese a buscarla, como tantas otras veces. Pero mientras corría
en su busca, oyó de nuevo el motor de la
camioneta, a sus espaldas.
Se detuvo en seco y
volvió la mirada hacia atrás, para ver cómo se alejaba, a toda velocidad,
dejándole allí, solo, con la única compañía de aquella pelota azul, con la que
tantos ratos habían compartido juego.
Sin querer pensar en
nada, se encaminó hacia ella, sólo estaba a unos pocos metros. Sin prisas la
cogió con la boca y, de nuevo, miró atrás, como esperando ver a aquella persona
que había querido tanto.
Ahora no estaba. Le había
dejado allí. Le había abandonado.
Su vacío interior era tal
que durante un buen rato se quedó allí, de pie, esperando, con la pelota en la
boca, mirando hacia el lugar dónde hacía unos minutos estaba la camioneta.
A lo lejos se oían
truenos, mientras empezaba a llover. Cuando, por fin, notando cómo el agua le
resbalaba por su cara y por todo su cuerpo, reaccionó, dejó caer la pelota, y
se dirigió hacia el tronco de un árbol cercano, para resguardarse de la lluvia.
Allí se recostó, intentando entender, intentando comprender, intentando
asimilar, preguntándose por qué, esperando quizás a que volviesen a por él. Ni
se atrevió a volver por sus propios medios. Y esperó, y esperó.
Semanas después, un
desconocido que acertó a pasar por allí, detuvo su coche al ver un bulto al pie
de un árbol. Se apeó del vehículo y, al acercarse, vio que se trataba de un
perro, ya sin vida. Probablemente, pensó, llevaba bastantes días allí. A unos
metros, había una pelota azul.
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