Amenazaba siempre con
hacer tragar las palabras a todo aquel que le contestaba de un modo que a él le
disgustaba. Esa amenaza, cada vez más frecuente, topó un día con un viejo
vagabundo, que casualmente se interpuso en su camino.
O quizás no.
Salía del supermercado,
cargado de bolsas, en las dos manos, e incluso abrazaba un par más, a riesgo de
esparcir su contenido por el suelo del aparcamiento.
No le vio.
Y chocó con él.
Las bolsas fueron al
suelo directamente, rompiéndose un par de botellas, una docena de huevos y un
paquete de harina.
El vagabundo le increpó,
añadiendo que debía tener más cuidado o atropellaría a alguien más.
Estas palabras le
ofendieron y, una vez más, como ya venía siendo costumbre, le amenazó con
hacerle tragar sus palabras.
El indigente, ni corto ni
perezoso, simplemente le contestó:
-Cuidado, no vaya a
volverse contra ti.
No le entendió, y siguió
recogiendo lo que había derramado.
Al volver a casa,
justamente al salir del coche, su perro Spike salió a su encuentro. Como
siempre, se dispuso a saludarle con un “Hola Spike”, pero en vez de eso, se
notó algo en la boca, y no tuvo más remedio que hacerlo pasar cuello abajo,
para recuperar el resuello. Inmediatamente después, no fue capaz de pronunciar
esas dos palabras de saludo a su perro. Incomprensiblemente, no consiguió
emitirlas.
Más tarde, al ir a
contestar a una llamada telefónica, todo lo que pretendía pronunciar, se le
convertía en una bola pastosa que se veía obligado a tragar para no ahogarse.
Y lo mismo sucedió cuando
la vecina llamó a su puerta para preguntarle algo sobre su coche. De nuevo
aquel cúmulo de “algo” se interpuso entre él y sus palabras, y una vez más hubo de tragarlo.
No volvió a decir una
palabra. Todas se las tragó.
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