sábado, 3 de noviembre de 2012

TOC TOC TOC

 Ese ruido infernal acababa con su paciencia. Sus momentos de máxima concentración, aquellos instantes en los que la imaginación le ofrecía tema suficiente y materia prima de sobras para elaborar un magnífico relato se veían truncados por el incesante taconeo de la vecina de arriba.
Desde que se levantaba por la mañana, temprano, hasta que se iba a dormir, a altas horas de la madrugada, aquella mujer, porque suponía que de eso se trataba, dedicaba su tiempo a andar de un lado para otro con los zapatos de tacón. Probablemente no usaba nunca zapatillas, seguramente debía tener un armario zapatero repleto de aquellos punzantes tacones que tanto le irritaban a él.
Hacía las camas en tacones, barría en tacones, limpiaba en tacones, fregaba en tacones, tendía la ropa en tacones, cocinaba en tacones. E incluso llegó a pensar que hasta debía disfrutar sus momentos más íntimos también en tacones.
No había manera de concentrarse. Toc, toc, toc. Llevaba esos sonidos incrustados en su cerebro.
Consideraba que sus escritos eran bastante mediocres a causa de aquel ruido.
Una noche, dándole vueltas a la cabeza, se armó de valor y decidió que a la mañana siguiente iría a hablar con ella y a pedirle que se cambiase de calzado.
Pero cuando despertó, echó algo de menos. Sus ojos se abrieron por causas distintas. Nada le había roto el sueño, no había ruido alguno. Aguardó y aguardó, pero el silencio seguía siendo sepulcral. Durante todo el día se esforzó en oír el taconeo, pero no fue así.
Y los días pasaron y nada. Había dejado de existir. Se sintió feliz y decidió ponerse tranquilamente a escribir. Ahora sí tendría paz, ahora sí gozaría de inspiración, concentración y dedicación.
Sorprendentemente no consiguió hacerlo. Algo le faltaba. De su mente no brotó ni una idea. Echaba de  menos el constante TOC, TOC, TOC.

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