Tres segundos bastaron para percatarse de aquellos ojos que le observaban desde la maleza. Tres segundos y el viaje de la vida recorrió su mente fría. Tres segundos resignados para darse cuenta que no había vuelta atrás, vivir o morir, dependía de un instante, aquella décima de segundo de la que no disponía, era crucial para el desenlace de una larga búsqueda, que , sorprendentemente había llegado a su fin.
Aquellos ojos asesinos le habían perseguido día y noche durante largo tiempo, acechando, perturbando e inquietando sus instantes de vigilia, sus intranquilos sueños y sus casi inexistentes descansos. Aquellos ojos, los ojos de la bestia, que ahora le anunciaban su muerte, sin tregua, paradójicamente le recargaban de valor.
Y sin pensarlo un instante, blandió su espada con gran coraje y atacó...sin dar pie a la reacción, sin regalar la satisfacción de una réplica. Hundió la cortante hoja en el musculoso cuerpo de la alimaña y erradicó, de ese modo, al que le había robado la paz, al que le había arrebatado a su hija, a su esposa, cobardemente, mientras dormían, de entre las sábanas de sus aposentos.
Tras la venganza...respiró profundamente. Su misión había finalizado. Y se retiró a las montañas, donde nadie , nunca ,volvió a oir hablar de él.
Únicamente los ancianos, al calor del fuego, en los fríos inviernos, disfrutan explicando a los infantes, epopeyas sobre un montaraz que recorre el territorio, acompañado siempre de su hoja deslumbrante, en las noches de luna llena.
La venganza siempre tiene un precio.
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